Este jueves uno de mis discos duros dejó de durar. Era algo que podía esperar pero nunca lo pude anotar en mi agenda. Su nivel de trasferencia de 480 Mbits/s pendía de un hilo, caminaba despacio, su buffer ya no llegaba a 8 Mb, se quedaba sin oxígeno, pero aún seguía contándome historias mientras comíamos dulces.
Mi disco hizo crash cuando lo separaron de su computadora de siempre. Ya era viejo, arrugado y cascarrabias, pero sé que se había corrido sus fiestas y desfases.
Murió de cansancio, de susto y de pena. Nunca había estado desconectado, siempre tuvo cerca a su querida máquina. Primero le entró miedo, después pánico y se puso a pensar que podía quedarse sólo para siempre y decidió que prefería apagar su led.
Yo sabía que pasaría, pero siempre que abandonaba la sesión pensaba que podría volver a entrar en sus particiones, es duro intentar remontarlo y ver que no reacciona, que ya no hace grrr, que sus 87 Gigas de información ordenada por carpetas: vídeo, audio e imágenes, ahora sólo pasean por mi RAM. Recuerdo lo que tenía y ahora no tengo.
Aún nos quedaban cosas por hacer juntas, tenía espacio por llenar, sesiones de file-sharing con otros discos y alguna tarde freaky con muchos dulces, copas y música.
Es la primera vez que me pasa, y supongo que por eso tengo un vacío tan grande. Aún me quedan tres discos preciosos aunque viejitos, cada uno me guarda sus tesoros; esta tarde estuve visitándolos todos, los cuentos de siempre, chistes con y sin gracia, canciones sin entonar, historias nuevas, muchos abrazos y algún llanto. Aunque me acostumbre, no creo que me deje de doler, los siento como si hubiera estado dentro de ellos. De cada uno tengo muchos recuerdos imborrables y espero que ellos se lleven también algunos de mi. A veces pienso que los volveré a encontrar por la red.
